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El arte de no saber hacer café y echarle la culpa al caos.


Tienes una textura diferente. Y ríes más de lo que la media lo hace. Tu forma de articular miradas es parecida a la de un armónico mal interpretado, que se confunde con las señales de humo de un universo inútil, que se condensa en las pestañas que acaban quemándose con el fuego de un mechero cargado de apología a tus brazos poliédricos, que abrazan pero no quitan calor.Y haces que esté prohibido no desordenarte el pelo, las sábanas y abanicar tus cigarros para que ardas cerca de mí.

Y te miro, y me entran ganas de extraviarte en cualquier rincón de la ciudad. Para que luego aparezcas en forma de eterno retorno y me seques las lágrimas con pañuelos impregnados de incertidumbre en dosis de consciencia intermitente, y no haya más remedio que desencriptar miradas en la oscuridad, como forma de pedirle al mundo perdón por no afinar el sonido del roce con los huesos de tus caderas a 432Hz.

Y echarle la culpa a la casualidad. Y que la casualidad viva entre tus piernas. Y no haya más remedio que esconderse debajo de tu edredón para luego tirarlo y echarle la culpa a la  (no) armonía de tu habitación.

Pero las casualidades no existen, tus partituras están desordenadas y a mí siempre me gustó dormir en  el hueco de la pared.



“La música es una mujer. La naturaleza de la mujer es el amor, pero este amor es receptivo y se entrega incondicionalmente en la percepción”.

Richard Wagner.